Un bohemio italiano instalado en París, especialista en desnudo y retrato, precursor junto a otros de una nueva corriente artística con epicentro en Montmartre, perseguido en sus trazos por la influencia de Gaughin, de Cezanne, de Foujita, de Picasso, de la escultura africana de trazos alargados que modeló en piedra antes de pasarse al lienzo. Trazos largos y mujeres que acabarían conviertiéndose en su confundible seña de identidad.
La noche de los museos provoca colas y tiempos de espera, pero a cambio a uno le dan la varita mágica que le permite sumergirse en el mundo de Modigliani pasadas las once y salir empapado de cultura del Palacio de Villahermosa una hora después, más allá de la medianoche, veinticuatro horas antes de que la colección temporal finalice y esparza definitivamente sus piezas por los museos del mundo.
Mientras se avanzan metros hacia la entrada del Thyssen Bornemisza, se cazan al vuelo conversaciones ajenas que dan pie a las propias y se admira Madrid desde el Paseo del Prado, que es como admirar a alguien que viste sus mejores galas. Tarea sumamente fácil.
Modigliani me salvó del tedio, pero antes de eso, ya había procedido a mi rescate una bella señorita que se quedó sin zarzuela debido a la simultaneidad que tienen los programas de fiestas, pero que a cambio, me permitió enseñarle los canapés de la esquina de la Plaza de Mariano de Cavia, avituallamiento imprescindible para la noche de los museos y las caminatas nocturnas
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