No me digan que no son maravillosos esos días preludio de un período largamente esperado. Yo, que adoro todos los viernes del año, estoy recreándome como nunca en el último día de trabajo. Me motiva especialmente ver cómo está remarcado en el calendario que cuelga de la pared, cómo suena en el aviso del móvil y cómo centraliza todos mis temas de conversación. De repente el mundo gira en torno a la libertad vacacional que colapsa carreteras, cierra comercios de barrio y te empuja a compartir metros, centímetros mejor dicho, de arena con la misma marea de gente que se traslada a tu mismo ritmo desde la urbe hacia la costa, o hacia la montaña, o hacia cualquier capital de país que figure en la guía del trotamundos.
Sí, lo sé, que mañana cuando busque la sombrilla que mi padre habrá puesto religiosamente a primera hora de la mañana para poder ver al niño de cerca, cuando sienta que una inoportuna paletada de arena me caiga sobre la espalda, incluso cuando tope con caras conocidas, caeré en la cuenta de que Madrid tiene playa y que aunque esté a 500 kilómetros, ahí está, como el primer año que la visité, y de eso hace ya mucho tiempo, tanto que los recuerdos son ya mayores de edad.
Hoy también me recreo en el placer que supone dejar algo realmente bueno para el final. Volveré a Madrid, para tocar pared e impulsarme hacia Menorca. No me digan qué es lo que viene después, la rutina también tiene su marca en el calendario y su pertinente aviso en el móvil, por si se me olvidara que existe el mundo en aquella isla.
Nada más les digo que hasta la vista, au revoir, arrivederci...sólo queda que alguien me entregue en mano un hipotético testigo vacacional y yo cogeré las maletas y el coche y me adentraré en la meseta hasta avistar agua firme.
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