25 de mayo de 2010 | |

Etapa 8:Arzúa - Pedrouzo

Aquella mañana echamos a andar más pronto que nunca. Cuando miré el reloj al salir de Arzúa eran las 7:40 de la mañana. -Dios - pensé - ¡qué horas! También es verdad que nos dejamos el desayuno para más adelante y fueron pasando los kilómetros y las fuerzas mermaban hasta que apareció ante nosotros un oasis. En mitad de la nada, en uno de esos pueblos diminutos, alguien había reconstruido una vieja casa y la había convertido hacía escasos meses en una cafetería casi de diseño a pie de camino. Acostumbrados a los bares de pueblo, a las tabernillas gallegas, aquel sitio era como un espejismo y no es ninguna exageración.

Estábamos preocupadas con la nube de ceniza. Nos habían comentado que el impronunciable volcán islandés había vuelto a la carga y que esos días los aeropuertos del norte de España no operaban con normalidad, que el de Santiago de Compostela había estado cerrado todo el fin de semana. En definitiva, que no sabíamos muy bien si íbamos a poder volver a casa en avión o había que buscar alternativas.

El camino parecía dar una tregua. Después de los 30 del día anterior, pensar en los 20 kilómetros de este día no asustaba nada, pero la tendinitis empezó a hacer aparición. Cuando te salen ampollas, además del dolor más o menos soportable, el verdadero problema pasa a ser que cambias la pisada y que a continuación aparecen las molestias musculares: los gemelos duros como piedras, las rodillas que se resienten y en mi caso, ese peculiar mordisco en la parte trasera del pie que te indica que el tendón de aquiles anda tocado.

Por el camino nos fuimos encontrando con una manifestación de trabajadores de la construcción que hacían el tramo hasta Santiago como protesta para conseguir la jubilación a los 60 y a la entrada de Arzúa andaban montando jaleo e incluso la televisión gallega estaba grabando la marcha. De vez en cuando un megáfono estruendoso rompía la tranquilidad.
Como ya he mencionado, durante el camino, como las etapas están tan marcadas, era muy fácil coincidir casi todos los días con las mismas personas, sobre todo, si vas parando con asiduidad en los albergues públicos. Así que la tarde anterior, sabiendo que aquella era la última etapa antes de llegar a Santiago y perdernos la pista, quedamos en alojarnos todos juntos en algún albergue con cocina y comer y cenar juntos.

Miguel, el peregrino coruñés que se nos había unido la jornada anterior, nos acompañó durante todo el día hasta Arzúa, pero cuando llegamos allí, él siguió andando los 17 kilómetros que quedaban hasta Santiago porque tenía la obligación de llegar el martes por motivos personales. Nosotras nos quedamos y finalmente, el grupo al completo se quedó en el albergue de la Xunta que tenía cocina y que fue bastante permisivo con el tema de la hora de apagado de luces.

Por la tarde, fuimos a dar un paseo por Arzúa y a tomarnos un café en una terraza. De nuevo lucía el sol y por allí aparecieron los jubilados malagueños que se sentaron con nosotras a hacernos compañía. Fue la última vez que compartimos un largo rato con el profesor de Filosofía y con los dos orientadores escolares con los que no parábamos de reírnos.


Para comer, el italiano Franco, que había comenzado su andadura en Lourdes, hizo una pasta buenísima. Era muy curioso ver cómo llevaba en una riñonera de la que no se separaba, tres tarros de especias que eran el toque secreto y desconocido para el resto. Por la noche se repitió la misma operación con un risotto con gulas y gambas y unas botellas de vino. Parecía mentira, pero a pesar del cansancio, el ambiente era de auténtica celebración. No era para menos, el Camino tocaba ya su fin.

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