Con esta etapa llegó el cambio radical del tiempo, así que nos enfundamos las capas que nos cubrían incluyendo la mochila, con las que parecíamos jorobados de Notre Dame y dragones chinos y salimos a la lluvia.
La tarde anterior habíamos estado analizando la etapa porque tenía dos variantes, una corta hasta Sarria por San Xil que tenía 18 kilómetros y una larga, pasando por Samos para ver el monasterio benedictino, de seis kilómetros más. Por la tarde decidimos que haríamos la corta pero no sabemos cómo ni porqué, cuando ya llevábamos un buen rato andado, nos dimos cuenta de que nos dirigíamos a Samos y que ya no merecía la pena dar la vuelta.
Como salimos sin desayunar y no teníamos prevista esa ruta, tuvimos que andar sin nada en el estómago hasta que llegamos a un pueblo en el que una señora que tenía en su casa una especie de sala que servía como tienda de comestibles, bar y centro social, nos dio de desayunar. La mujer lo debió flipar cuando le pedimos pan con jamón y tomate, pero era muy maja e hizo lo que pudo, y nos puso sobre la mesa el pan y el tomate partido como para ensalada por lo que nos hicimos el pan tumaca a nuestra manera. Lo más gracioso fue cuando nos preguntó que si nos gustaba el pan, que era muy bueno y que era de un pueblo a unos cuantos kilómetros, le preguntamos que si lo bajaban todos los días porque la verdad es que sí que nos gustaba y la señora nos contestó que no, que sólo lo bajaban los lunes...en fin, sólo apuntar que estábamos a viernes.
Hacia las 12 llegamos a Samos, al Monasterio Benedictino, que la verdad es que merece la pena. Como la última visita guiada era a las 12.30, decidimos quedarnos a verla. Después, tal y como nos recomendó el Padre Agustín en el Monasterio, comimos unos bocadillos en Samos y echamos a andar de nuevo.
A partir de este punto volvían a abrirse dos alternativas, un camino por carretera que no nos recomendaban por su peligrosidad y otro por camino, así que seguimos por el camino aunque éste eran dos kilómetros más. Nos calló una chupa de agua increíble y nos refugiamos en una caseta con conejos y unas patatas gigantes que luego resultaron ser calabazas. Cuando escampó, seguimos un camino que se volvió interminable según pasaban las horas. Como tuvimos que parar varias veces, ésa fue la etapa más larga en duración y en la que llegamos a destino al límite de nuestras fuerzas. Ahí apareció mi segunda ampolla. La meta estaba en Sarria, donde nos alojamos en el albergue privado A Pedra, todo un acierto y un lujo: una habitación sólo para nosotras tres. Después de una ducha que es el verdadero elixiar del peregrino, bajamos derrotadas a tomar unas cervezas y a cenar al bar del albergue, allí coincidimos en la misma mesa de nuevo con los tres jubilados malagueños y una pareja que iba haciendo las etapas y cuando llegaba a destino, cogía un autobús para volver al principio de etapa a recoger el coche, así no tenían que cargar con mucho peso en la mochila. El dueño del sitio era también un hombre encantador que incluso me subió la chaqueta a la habitación cuando me la dejé en el bar.
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