La salida del pueblo transcurría por un precioso bosque autóctono, pero la lluvia dificultaba el disfrute. Fueron pasando los kilómetros y volvimos a encontrarnos sin un lugar para desayunar hasta que apareció una especie de área de descanso en el kilómetro 108 que consistía en una caseta llena de máquinas de autoservicio. Era lo que había, así que aquel día, el desayuno pasó sin pena ni gloria.
El camino estaba lleno de obstáculos y pasamos por un montón de pueblos casi desiertos. El camino se nos hizo largo hasta Portomarín. Una de las veces, paramos en casa de un tipo de acento francés que tenía las puertas de su finca abiertas, con un cesto con frutas y un banco para quien quisiera parar a descansar.
Al final del camino, pasado el mediodía, nos encontramos con Portomarín, localidad a orillas del imponente Río Miño, que me pareció enorme. Para recibir al peregrino, esta ciudad tiene unas empinadas escaleras, de esas de lanzar un largo suspiro cuando ya piensas que no puedes más.
Nos alojamos en lo más alto del pueblo: el albergue de la Xunta. Esta vez las 100 plazas se dividían en dos habitaciones de 50 plazas cada una. Un albergue correcto en el que pudimos descansar y hacer la colada. El precio de la lavadora era un poco abusivo, pero merece la pena el momento en el que sacas la ropa y huele a limpio...pequeños placeres que descubres cuando lo único que tienes es una mochila y tres mudas de ropa.
El resto de la tarde la pasamos evitando la lluvia bajo los soportales del pueblo haciendo lo que más apetece a última hora: tomar unas cervezas y echarnos unas risas jugando a adivinar con mímica y dibujos situaciones que nos habían pasado en el Camino...el momento fue total. Por allí volvieron a aparecer de nuevo los jubilados malagueños.
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