30 de junio de 2008 | |

La dolce vita

España es un lugar de contrastes, mientras que con las infraestructuras actuales uno puede ponerse en Barcelona en algo más de 2 horas y media gracias al AVE, para llegar a la recóndita Teruel, capital de provincia bastante más cercana en el mapa, hay que invertir bastante más tiempo y paciencia por carreteras de doble sentido. El sentimiento de abandono turolense está por tanto, más que justificado. Señores, doy fe: Teruel existe.

Existe y su importancia bien le podría venir por ser enclave del arte mudéjar. Tiene pocos monumentos, así que se ve en un ratito o si lo prefieren, entre caña y caña, que suele ser la forma más satisfactoria.
Comenzamos por la Plaza del Torico, engalanado con un pañuelo rojo porque las fiestas empiezan esta semana, una diminuta escultura de bronce de aproximadamente 60 kilos en lo alto de una columna que constituye el epicentro de la ciudad. Seguimos en el mausoleo de los Amantes de Teruel (tonta ella y tonto él), remodelado para que la obra de Juan de Ávalos donde reposan los cuerpos momificados de Isabel y Juan (que curiosamente, coinciden con los nombres de mis padres) atraiga al turista. Anexo al mausoleo está la Iglesia de San Pedro, con una de las torres de las cuatro que existen en la ciudad. Esas dos cosas, junto a la catedral y la escalera mudéjar constituyen el conjunto artístico de Teruel…lo dicho, un ratito.

Para hacer amena la estancia, Teruel ofreció a los cuatro viajeros: Maelo, el león de Leganés, Gemita dinamita, Ismael, el futuro ciudadano de la calle de la fantasía (sexual) y a la opositora en sus últimos días de asueto, lugares donde probar el famoso jamón de Teruel (también damos fe de que existe), una cena de asador a cuerpo de rey, unas copas (que casi corren a cuenta de la barra libre de una boda) y una visita en el camino de vuelta a Albarracín, un pueblo digno de tener en cuenta ya que por algo es patrimonio de la humanidad, aunque la visita guiada al emplazamiento del castillo a las 14 horas bajo la solana a punto estuvo de matarnos.

La vuelta a casa supone un alivio para el cansancio y una tristeza para los que no han parado de reírse y de disfrutar en buenísima compañía durante todo un fin de semana. El objetivo de desconexión ha sido alcanzado con creces y pese al dichoso Tomtom, logramos llegar a casa con tiempo para ver cómo la selección se ponía la roja y alcanzaba su sueño a partir del minuto 33.

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