Es típico decir que el mejor año está por llegar, como aguardando la esperanza de que en un futuro se sucedan de forma consecutiva 365 días de absoluta felicidad. Cosa imposible o estadísticamente poco probable, como la lotería de navidad a la que seguimos jugando. Compensemos pues, esa imposibilidad, pensando que todos los años tendrán su cuota extraordinaria, su porcentaje desafortunado y su fracción, como no, rutinaria, que los hará, uno por uno, excepcionales.
Por mi parte, sería incierto si dijera que no reconocí atisbos de felicidad en 2008 paseando por algún rincón de la Toscana italiana, caminando por una calle empedrada en pleno enero por el corazón del renacimiento, sumergida en una de tantas calas de Menorca, tomando un vino absolutamente ajena al mundo real en La Rioja, en mi cumpleaños, con una caña entre amigos en Cuenta o frente a aquel plato de jamón de Teruel y aquellas vistas asombrosas de Albarracín.
No digamos la felicidad que producen los hechos que se prolongan en el tiempo, las casas que se compran sobre un plano y que poco a poco van haciéndose realidad, los trabajos que se van sucediendo, la familia que aumenta o los amigos que perduran. Esos que siempre, cada año, ayudan mucho a que la balanza se incline positivamente. Mención aparte merece el rasgo por el que espero recordar 2008 de forma especial hasta el infinito y más allá: ÉL.
Hoy, cuando alcen sus copas, cuando formulen sus deseos, cuando se coman la última uva en compañía de aquellos que les alegran la jornada más aciaga, piensen que todos los años serán un compendio de días buenos, malos y regulares y que lo importante es que cada uno de ellos tengan una razón para ser felices, y si no la tienen, como diría un buen amigo mío, invéntensenla. Yo intentaré aplicarme el cuento.