Hay viernes en los que apetece de verdad saltar de la cama y gritar...es vierneesssssssssssssssss y hay otros en los que la energía no te da ni para dar un pequeño saltito desde el somier. Esta mañana mi grito debía haberse oído más allá del Kilimanjaro, hasta la frontera con Alaska, no es para menos, tengo frente a mí un sábado, un fin de semana, un puente, un viaje...pero apenas he metido los pies en las zapatillas, me he arrastrado hasta la cocina, me he hecho un zumo de naranja y he refunfuñado la idea de que aún había que pasar este viernes completo con la batería al mínimo. Vaya forma de empezar o de acabar...según se mire.
Hay días en los que uno se queja por todo...peor sería que fuera lunes de nuevo...no, eso sí que no. Y es curioso, porque llevo toda la semana entusiasmada, deseando que suene, aunque lo haga pronto, el despertador del sábado, porque será el momento de coger la nacional e ir a desembocar a la tierra del vino. Pero esta mañana, la del ansiado viernes que nunca llegaba, me ha dado los buenos días de una forma algo taciturna, quejicosa, malhumorada.
Suerte que los viernes pasan y a éste ya le restan pocas horas. Suerte que ahí están los demás con sus caras de viernes, sus alegrías de viernes para contagiarte las ganas de puente que recuerdas haber tenido de lunes a jueves y desde el día 1 que empezaste a planear el viaje.
Al fin La Rioja, al fin monasterios y un vistazo a las glosas y al origen de Berceo. Al fin una o varias copas de vino para que se torne todo borroso y podamos, realmente, desconectar.
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