26 de agosto de 2009 | |

Galicia

Del sur portugués y pasando por Madrid-Barajas, cambiando en 24 horas de maleta y de compañía, aterrizamos en el noroeste español: Santiago de Compostela en vuelo hiperbarato, para comenzar desde ahí un periplo que iba a abarcar desde Ribadeo, población fronteriza con Asturias, hasta la frontera natural constituida por el Río Miño más allá de las Rías Baixas.

Santiago fue una explosión de sorpresas, una ciudad de esas que tienen encanto, particularidad, que aúnan arte, tradición, gastronomía y hordas de turistas que se dejan llevar muy fácilmente por el fervor religioso. Es imposible no pensar en lo que debe estar pasando por la cabeza del peregrino que ya lleva las botas colgadas en la mochila porque ha completado el camino y se sienta a contemplar la fachada de la Plaza del Obradoiro con satisfacción. Bicicletas, mochilas, ruido, trasiego de gentes en la catedral, hecha por y para el pueblo, donde cualquiera es capaz de aguantar estoicamente hora y media para ver la oscilación del botafumeiro, donde todo el mundo tiene cabida y se llama a las cosas por su nombre, como cuando el cura recibe con toda naturalidad a los fieles laicos, que en Santiago, si no se es devoto, es casi obligado serlo.

De Santiago me quedo con todo, con la catedral y con su Rúa do Franco: París-Dakar compostelano, con las cubiertas de la catedral que no pudimos ver debido a un fallo de coordinación entre oficinas de turismo y con esa comida de órdago y ribeiro en un sitio del que daré gustosa cuenta a quien quiera ir, no vaya a ser que el secreto se propague demasiado.

Tras coger un coche de alquiler con la compañía Hertz (ojito con las cláusulas demoledoras que te imponen al hacerte entrega del coche), pusimos rumbo a Ribadeo, paramos en Mondoñedo, y de allí llegamos a la Playa de las catedrales, una preciosidad que sólo puede disfrutarse plenamente en bajamar durante unas horas al día, hicimos noche en un hotel rural nuevo y decorado con mucho gusto.

Al día siguiente recorrimos parte de la mariña lucense, San Martín de Mondoñedo, el monasterio más antiguo de España, Foz, Viveiro y el punto más septentrional de España: Estaca de Bares. Por la tarde, fuimos a parar a las inhóspitas aguas caídas del Río Sil camino de la casa rural, casi un pazo en mitad de la naturaleza, donde la primera visión de la mañana a través de la ventana eran unas vacas.

La tercera jornada la iniciamos en San Andrés de Teixido, un marco incomparable al que merece la pena llegar a pesar de las carreteras, para admirar las vistas y perderse en un minúsculo pueblo lleno de encanto, después Ferrol y A Coruña, con su preciosa Plaza de María Pita y la mítica torre de Hércules, para encontrar el descanso en la Costa da Morte, muy cerca de Muxía.

A la mitad del viaje iniciamos el descenso hacia las Rías Baixas en el mismo punto de partida donde contradictoriamente hace mucho tiempo estaba el fin: Finisterre y desde allí visitamos los pueblos pesqueros de Muros, Noia y Rianxo e hicimos una parada en Porto do Son, en el Castro de Baroña, gran descubrimiento arqueológico junto al mar que nos dejó obnubilados, tanto que una de las últimas paradas: el poblado de Santa Tecla, nos impresionó menos de lo habitual. La parada y fonda la hicimos en Cambados.

El penúltimo día, a pesar de que los planes pasaban por comer en O Grove, acabamos dando el salto y visitando sitios con más interés que el puramente gastronómico y fuimos a Baiona, lugar que habitaba en nuestra total ignorancia y que es una preciosidad, donde de paso nos tomamos una mariscada propia de reyes y después, nos acercamos a Santa Tecla, lugar que impresiona algo menos cuando ya se han visto otros castros, pero que no deja de ser imprescindible visitar gracias a las reconstrucciones que dan una idea de cómo vivían los antepasados celtas.

Esa noche dormimos en Vigo, en un hotel bastante aparente hasta que subías a la habitación y veías como el baño se inundaba en el intento de darte una ducha. Así que si alguien se deja caer por Vigo, que tache el hotel México de su lista.

La última jornada maratoniana transcurrió entre Vigo, ciudad poco turística y muy industrial (qué vuelta para omitir la palabra "fea"), Combarro, con sus preciosos hórreos asomados al mar, que celebraba una oportuna feria del marisco con sus gaitas y muñeiras y finalizó en Pontevedra, a pleno sol, en sus calles y parques, donde la última siesta del viaje fue una pequeña muestra de lo que en conjunto fueron estos días: una delicia, palabra cursi pero adecuada, sobre todo cuando se ha visto dormir plácidamente y eso nos ha procurado descanso y se han conocido fisuras y novedades que engrandecen y nos permiten seguir adelante.

He vuelto con una idea clara, el año que viene, Xacobeo, sería un gran año para calzarse las botas y hacer el camino, el ambientillo y la experiencia creo que merecen mucho la pena y tengo por seguro que las vacaciones del año que viene van a requerir una gran dosis de austeridad por mi parte. Eso sí, habrá que buscar la manera de evitar los meses de mayor calor y afluencia, ya que no volverá a ser Xacobeo hasta 2021.

Hasta aquí el parte vacacional, se supone que septiembre viene cargado de novedades laborales, pero todo es una incógnita por el momento. Si quieren ver más fotos, llegarán pronto al enlace de flickr.

3 comentarios:

pulpo dijo...

En el fondo, si tú estás en el viaje, ¿qué más da el destino?

Mentxu dijo...

OOOOHHHHHHHH!!!!!!!

master recursos humanos dijo...

Me gusto mucho tu articulo. Me gusta mucho la información de la pagina oficial de turismo de Galicia. Sobre todo con todo lo que hay que ver en Santiago. Te mando el enlace.

http://www.turgalicia.es/sit/ficha_datos.asp?ctre=125&crec=28467&cidi=E