El primer destino fue un vuelo de apenas una hora con destino Burdeos con Easyjet. Allí nos esperaban cinco días con la encantadora familia política que nos agasajó, cuidó y procuró alojamiento mientras nos repartíamos entre celebraciones familiares ingentes y algo de turismo.
Los franceses cortan fatal el jamón y pongo en duda su gusto para dirimir la calidad de una sangría, pero la verdad es que tienen ese punto vitalista, ese amor por la comida y el buen vivir que en poco les diferencia de sus vecinos españoles. La zona se presta a ello: extensiones kilométricas de viñedos, cada uno de ellos con su chatêau correspondiente, diferenciando bien las denominaciones de origen y sobre todo, sacándole partido a la marca Bourdeaux en sus botellas. Por muy simple que parezca, ante ciertos pueblos y parajes, yo sólo podía decir: esto es…muy francés…siendo ese francés un calificativo sumamente positivo.
Dentro del marco general de la zona destaco tres cosas: Saint Emilion, la torre de Montaigne y Burdeos. Saint Emilion y su difícil pronunciación para una negada en el idioma galo, es un pueblo delicioso entre viñas, con una impresionante iglesia monolítica y un fervor único por el vino. El paseo por el pueblo y sus callejuelas es digno de aprecio y las tiendas-bodegas donde puede comprarse el vino son de absoluto diseño, con un cuidado de la estética bien enfocada al turista que llega con el bolsillo lleno o una visa oro. Ya que la botella se nos quedaba fuera de alcance, al menos no nos fuimos de allí sin tomarnos una copita de vino.
Atravesando pueblos, donde la envidia es una de esas casitas de una sola planta con un inmenso jardín, llegamos a la torre de Montaigne, rodeada por un jardín con un paseo central flanqueado por árboles. Montaigne pasó aquí su vida, ahí tenía su lugar de descanso y de trabajo, interesantísimas son las anotaciones que él mismo ejecutó en los techos de su despacho. Un entorno precioso, en el que hay que destacar la “vivienda” que había junto a la torre y que corresponde a un particular que a buen seguro debe tener una cuenta corriente bien saneada y algún título nobiliario para cuidar semejante palacio.
Por último, la ciudad que se ha ganado un nombre gracias a la fama de sus vinos que empezaron siendo de consumo propio y acabaron siendo aclamados de forma internacional: Burdeos. Me comentaron que en esta ciudad viven las grandes familias ricas que tienen viñedos en Saint Emilion y por ello, no extraña que sea ésta una ciudad señorial, con todos sus edificios muy parecidos con sus típicos tejados alineados y lisos, con algunas grandes construcciones neoclásicas que nos trajeron reminiscencias de París. La orilla del Garona ofrece una bonita panorámica de Burdeos y la calle Sainte Catherine, la avenida comercial más larga de Francia y una de las más largas de Europa, es una vía de varios kilómetros de gente y comercio, merece la pena verla desde alguno de sus puntos más altos para apreciar la longitud y la multitud.
Alrededor de ella, un barrio donde se concentra el encanto de los bares y rincones donde podemos encontrar que un antiguo garaje que ahora es un cine, es la plaza donde se concentran los estudiantes “burgueses e intelectuales” de la ciudad, o lo que podríamos definir como los gafapastas de aquí.
Una curiosidad es la catedral con su torre separada, el suelo no ofrecía una estabilidad que asegurara que la torre no fuera a derruirse, así que nos encontramos el campanario construido a varios metros. A cada paso podemos encontrarnos la constatación de que Burdeos también es una importante ciudad de paso del Camino de Santiago.
Se nos quedó corta la visita a Burdeos, pero como intuimos que habrá próxima vez, para entonces se queda un paseo más extenso y sobre todo, disfrutar del trayecto de los tranvías desde la terraza de un café mientras nos tomamos un vino…de Burdeos, por supuesto.
El final de julio lo disfruté en la playa que acostumbro a visitar sin falta desde hace más de 20 años, con un tiempo regulero y casi raro para esta época, pero hice lo que más me gusta hacer allí, tirarme en la arena mañana y tarde y desconectar.
El verano low cost no acaba aquí, la siguiente crónica: Estocolmo.
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