Domingo por la mañana. Mala noche de sueño. No sé si las sábanas nuevas que andan un poco tiesas todavía tras dejar el envoltorio, no sé si los ruidos y silencios nuevos, no sé si el cansancio mismo de una mudanza que a estas horas ya va por su cuarto día. El caso es que no sé. Me levanto de la cama, ando por una casa que hemos estado acondicionando durante trece meses antes de que llegara esta primera noche en la que irse a dormir y despertarse. Busco algo de desayuno, miro los millones de libros y DVD que están repartidos por el suelo y me cercioro de que no hay nada en su sitio. Todo está por encontrarse. Como yo. Como nosotros.
Siento la aleta herida de los cambios. El piso nuevo, el barrio por descubrir y reconozco el corazón apretujado, contraído. Es algo muy personal, de un tiempo a esta parte me he dado cuenta de que mi punto inmaduro está en los grandes cambios y ahora que queda un tiempo largo por delante en esta casa, me vuelve el mismo sentimiento que cuando abandoné el hogar paterno hace unos meses. La independencia, esa salida necesaria en la vida, ha dado paso a otro traslado. Ahora que acababa de acostumbrarme a otro lugar, vuelven las cajas, los paquetes, el no saber dónde pusiste aquello, el a saber qué hacer con esto, el tirar lo innecesario para que no te estorbe.
Ahora que escribo esto admito que lo que me aterra es la palabra caja. Ese contenedor de apariencia sencilla encierra una multitud de significados. Las cajas que se llenan y se vacían, que llevan y que traen, que acercan y que alejan. Las cajas comunes o las compartidas. Las cajas frágiles que hay que dejar con cuidado en el suelo. Las cajas que van al trastero para ser profundamente olvidadas porque no tenemos el valor de tirarlas a la basura aunque sepamos que nunca jamás las abriremos. Todo cabe en una caja. Nuestra vida cabe en una caja. Pura verdad.
Para tranquilizarme me repito que todo volverá a su sitio, que todo acabará encontrando el lugar en el que sentirse cómodo y sentir que pertenecemos a esta casa, como podríamos pertenecer a cualquier otra y sin embargo la vida nos ha traído hasta aquí. Ante todo, me repito, todos sabemos que nuestro lugar no está delimitado por las paredes, ni por la puerta de entrada, ni siquiera por el número del portal. La realidad es que nuestro verdadero lugar ha de ser aquel en el que habita el que comparte con nosotros la etiqueta que identifica cuál es nuestro buzón.